viernes, 9 de septiembre de 2016

Palomas Mensajeras


No hay un solo día en que no me haya encontrado con una paloma vagando por las calles porteñas. Las veo comiendo en multitud y me gusta esquivarlas para no molestar. En cambio, para los apurados transeúntes, resulta más fácil interrumpir su festín de sobras, igual que un gigante que destruye todo con sus enormes pisadas. Estas aves simpáticas y regordetas se desplazan de un lado a otro de la ciudad, tanto en un caluroso 14 de Febrero atestado de empalagosas parejas en alguna plaza, como en una helada noche de Julio.
Allá por la época de los griegos, hubo palomas que supieron encontrar una profesión digna. Su increíble poder de orientación las consagró como “mensajeras.” ¿Recuerdan esas historias fantasiosas, increíbles, pero ciertas de recontra espionaje durante las Guerras Mundiales? Valientes soldados cruzaron cielo y océano con mensajes protegidos en sus garras. Sí, eran las palomas. Cuando las veo revolotear o amontonarse para beber un poquito de agua de alcantarilla, cual moribundo en el Sahara, pienso: ¿Y si son mensajeras aún, pero no de secretos de estado? ¿Y si son enviadas estratégicas para llamarnos la atención y  mirar lo que no queremos ver? ¿Para recordarnos valores que hemos archivado en un viejo cajón?
Las palomas representan el bienestar común, muchas veces agresivo en la metrópolis. A simple vista, parecen todas iguales y llevan adelante una vida en comunidad, donde casi todo se comparte. Nos alientan a despojarnos de aquellos prejuicios arraigados a nuestro ser, como pulga a perro callejero. Ellas no le hacen asco a nadie: no tienen problema en mendigar una miga de pan duro al empresario ocupado que habla por celular o al niño que sin un techo se entrega a las calles de Buenos Aires. Estos bichos se animan a recorrer las calles más sucias y olvidadas con el mismo descaro con el que se posan sobre el busto de un prócer patrio.
Las palomas nos traen el grito desesperado de un pasado que se rehúsa al entierro. Un pasado en el que los ancianos tenían salud para pasar una tarde en el parque con los nietos, que no tenían tablets o grupos de Whatsapp. Uno de mis más bellos recuerdos de la infancia es ir a la calesita de Tatìn con mi abuelo Cacho. Perdíamos la noción del tiempo gastando monedas (que seguro al viejo no le sobraban) en maíz para alimentar a las glotonas aves.
Cuando pseudos-expertos argumentan que las palomas son una plaga y debemos combatirlas me pregunto si esto no lo pensarán por que les recuerdan a ellos mismos y no pueden soportarlo. Quizás nos llevan a darnos cuenta de que somos los humanos la plaga que va consumiendo como ácido al planeta Tierra.
No sé que será de esta especie en 100 años, pero sí sé que por algo Pablo Neruda dijo que en su poesía las palomas son un símbolo de la vida. Si son capaces de peinar las nubes de la ciudad, si pueden oír ruidos como el soplo del viento porteño o el chismoseo de barrio, si tienen una ubicación privilegiada en las alturas para observar la puesta del sol y el amanecer, ¿quién no envidia a las palomas mensajeras de Buenos Aires?


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