No hay un
solo día en que no me haya encontrado con una paloma vagando por las calles
porteñas. Las veo comiendo en multitud y me gusta esquivarlas para no molestar.
En cambio, para los apurados transeúntes, resulta más fácil interrumpir su
festín de sobras, igual que un gigante que destruye todo con sus enormes
pisadas. Estas aves simpáticas y regordetas se desplazan de un lado a otro de
la ciudad, tanto en un caluroso 14 de Febrero atestado de empalagosas parejas
en alguna plaza, como en una helada noche de Julio.
Allá por la
época de los griegos, hubo palomas que supieron encontrar una profesión digna.
Su increíble poder de orientación las consagró como “mensajeras.” ¿Recuerdan
esas historias fantasiosas, increíbles, pero ciertas de recontra espionaje
durante las Guerras Mundiales? Valientes soldados cruzaron cielo y océano con
mensajes protegidos en sus garras. Sí, eran las palomas. Cuando las veo
revolotear o amontonarse para beber un poquito de agua de alcantarilla, cual
moribundo en el Sahara, pienso: ¿Y si son mensajeras aún, pero no de secretos
de estado? ¿Y si son enviadas estratégicas para llamarnos la atención y mirar lo que no queremos ver? ¿Para
recordarnos valores que hemos archivado en un viejo cajón?
Las palomas
representan el bienestar común, muchas veces agresivo en la metrópolis. A
simple vista, parecen todas iguales y llevan adelante una vida en comunidad,
donde casi todo se comparte. Nos alientan a despojarnos de aquellos prejuicios
arraigados a nuestro ser, como pulga a perro callejero. Ellas no le hacen asco
a nadie: no tienen problema en mendigar una miga de pan duro al empresario
ocupado que habla por celular o al niño que sin un techo se entrega a las
calles de Buenos Aires. Estos bichos se animan a recorrer las calles más sucias
y olvidadas con el mismo descaro con el que se posan sobre el busto de un
prócer patrio.
Las palomas
nos traen el grito desesperado de un pasado que se rehúsa al entierro. Un
pasado en el que los ancianos tenían salud para pasar una tarde en el parque
con los nietos, que no tenían tablets o grupos de Whatsapp. Uno de mis más
bellos recuerdos de la infancia es ir a la calesita de Tatìn con mi abuelo
Cacho. Perdíamos la noción del tiempo gastando monedas (que seguro al viejo no
le sobraban) en maíz para alimentar a las glotonas aves.
Cuando
pseudos-expertos argumentan que las palomas son una plaga y debemos combatirlas
me pregunto si esto no lo pensarán por que les recuerdan a ellos mismos y no
pueden soportarlo. Quizás nos llevan a darnos cuenta de que somos los humanos
la plaga que va consumiendo como ácido al planeta Tierra.
No sé que
será de esta especie en 100 años, pero sí sé que por algo Pablo Neruda dijo que
en su poesía las palomas son un símbolo de la vida. Si son capaces de peinar
las nubes de la ciudad, si pueden oír ruidos como el soplo del viento porteño o
el chismoseo de barrio, si tienen una ubicación privilegiada en las alturas
para observar la puesta del sol y el amanecer, ¿quién no envidia a las palomas
mensajeras de Buenos Aires?
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